Felisa y Antonio
Iglesia de Base de Madrid
En la región central de los Andes ecuatorianos, a tres mil metros de altura, en unas montañas resecas, polvorientas e inhóspitas, se encuentra la comunidad de San José de Gaushi. Es una pequeña aldea de casas míseras, dedicada a una agricultura y una ganadería que apenas llegan a la supervivencia. Por aquel entonces soportaban una larga sequía que había reducido los cultivos de maíz a unos tristes sarmientos secos. Un fuerte viento arremolinaba el polvo sobre la árida vegetación de la zona y empujaba unas veloces nubes grises que pasaban, sombrías y duras, insensibles a la tierra sedienta. A lo lejos el volcán Tungurahua mostraba su penacho de ceniza. Y con mucha frecuencia el viento pintaba los campos, las casas y las gentes con la ceniza negra del volcán.
Pues a esta tierra llegamos un día, invitados a una fiesta. Se iba a inaugurar solemnemente la “fábrica” de embutidos Santa Lucía. Una modesta nave de ladrillo revestido de yeso blanco, pero que en ese ambiente parecía el Monasterio de El Escorial. Era la culminación de un trabajo de años realizado por el grupo de religiosas que atendía pastoralmente a esa comunidad, y además apoyaba a los habitantes del lugar para encontrar medios de subsistencia independientes de la escuálida agricultura de la zona. Entre todos habían constituido la Fundación Santa Lucía, que agrupaba varios proyectos: cultivos hidropónicos, cría de cabras y llamas y, la joya de la corona, la fábrica de embutidos.
Atardecía la víspera de la fiesta. La cumbre del Chimborazo, dorada por la luz del crepúsculo, se iba hundiendo poco a poco en la quietud de la noche, mientras en la fábrica seguía una actividad febril. Literalmente habían “echado la casa por la ventana” y en grandes ollas guisaban chanchos, cuis (una especie de conejillos del país), papas y mote (maíz cocido) en cantidad suficiente para un regimiento. Cuando se hizo de noche se danzaba a la luz de grandes hogueras.
Los trabajadores directos de la fábrica no eran más de siete u ocho, pero habían invitado a cientos de personas, a las autoridades de la región, a todas las personas que de una manera u otra habían colaborado a poner en marcha la fábrica, y por supuesto a todos los habitantes del pueblo y las comunidades vecinas. Los festejos comenzaron bien temprano. Difícil recordarlo todo. Hubo procesión festiva con la imagen de la Virgen patrona del lugar, misa al aire libre, bendición de la fábrica, desfiles, bailes y parodias carnavalescas, banda de música, discursos y poesías, obsequios para los colaboradores, certamen de danzas típicas y bailes infantiles, además de comida abundante para todos los que se quisieron acercar a compartir la fiesta. Cuando el Chimborazo se volvió a ocultar en la noche, y los ya agotados nos retiramos, todavía seguía la fiesta en la gran explanada ante la fábrica.
Nos resultó realmente impresionante el espíritu de fiesta que estos pueblos mantienen a pesar de la dureza de su vida. La fiesta no se organiza porque sobre algo, sino con lo que sería necesario. Las mismas religiosas habían sugerido subir un poco los sueldos (que eran de 100 dólares al mes) en vez de gastar tanto en la fiesta, pero las trabajadoras de la fábrica, casi todas mujeres y alguna con hijos que mantener, habían renunciado a un posible aumento de sus sueldos para poder celebrar la fiesta con todo esplendor. En la preparación participó con todo entusiasmo mucha gente que no era de la fábrica, y un aspecto fundamental de sus celebraciones es la invitación a todos, el celebrar juntos, los brazos abiertos a todo el que quiera tomar parte en la fiesta. Se vivía el espíritu evangélico: hay más alegría en compartir que en recibir.
Desde nuestra fría óptica economicista esa fiesta se consideraría un derroche injustificable. Pero desde una óptica humana en la que prime el compartir, la alegría de vivir, la celebración, lo comunitario, la expresividad, lo lúdico, todo lo que se puede encerrar en el ideal de la fiesta, la inauguración de la fábrica Santa Lucía fue una afirmación de la vida, la alegría y la esperanza. Un ejemplo que nos hace pensar. Nuestra civilización industrial tiene una incomparable capacidad productiva y destructiva, pero otras culturas pueden enseñarnos mucho para vivir de una manera más humana, libre y satisfactoria.