La violencia del sistema.
Antonio Zugasti.
Estamos habituados a considerar el capitalismo simplemente como un sistema económico. Así lo ha hecho siempre la izquierda, y, en mi opinión, aquí radica la causa principal de su fracaso en la lucha contra el sistema capitalista. Porque la realidad es que el capitalismo es mucho más de un sistema económico. Detrás del capitalismo, en su fondo, está viva y actuante una filosofía que orienta toda la actividad del hombre capitalista. Es la filosofía del hombre unidimensional tan bien descrito por Marcuse en un libro muy famoso en la época del Mayo Francés.
Según esa filosofía, la felicidad de los seres humanos está directa y proporcionalmente relacionada con su riqueza. Jeremy Bentham, a principios del XIX, presenta ya una imagen acabada de este modelo humano, del hombre burgués. Para Bentham cada individuo, por su propia naturaleza, trata de llevar al máximo su propio placer, sin ningún límite. Mantiene que «A cada porción de riqueza corresponde una porción de felicidad». Y «El dinero es el instrumento con el que se mide la cantidad de dolor o de placer». De modo que cada uno trata de maximizar su propia riqueza, sin límites. Entonces, la búsqueda del máximo de placer se reduce a la búsqueda del máximo de bienes materiales y/o de poder sobre los otros.
Cuando el capitalismo se abraza con fervor, sin reservas, llega incluso a convertirse en una religión. En el cristianismo resuenen las palabras de san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Son palabras que dan una interpretación religiosa a esa profunda, insondable aspiración de los seres humanos que todos los grandes pensadores de la humanidad han reconocido. Una inquietud, una impalpable, indefinible ansia de infinito, que el hombre unidimensional trata de saciar con la riqueza.
Tratar de llenar esa aspiración profunda del espíritu humano con una riqueza material produce una ambición prácticamente infinita. Observar el comportamiento de los grandes capitalistas confirma sin el menor género de dudas este diagnóstico. Jamás se dan por satisfechos. Acumulan fortunas fabulosas, mucho más de lo que nadie puede razonablemente disfrutar a lo largo de toda su vida, y siguen luchando por tener más y más. Y esa lucha es implacable, supone el empobrecimiento y la miseria para millones de seres humanos, pero eso para ellos, encerrados en los paraísos artificiales de sus grandes mansiones, totalmente ajenos al dolor de la humanidad, eso no cuenta.
Con los yates más grandes y más lujosos del mundo, con los caprichos más exquisitos, con el poder que su riqueza les da, tratan de conseguir la felicidad, la autoestima y el respeto de los demás. Incluso el amor piensan que puede comprarse. ¡Triste amor, el amor comprado! Su ambición insaciable es reflejo de su vacío interior, de su insatisfacción profunda. Han buscado el sentido de su vida en atrapar un espejismo que huye cuando tratan de abrazarlo. Pero esto no lo reconocerán nunca. Sería un golpe demasiado fuerte para su psicología admitir su fracaso, que toda su fortuna no les ha proporcionado la felicidad y por eso siguen aspirando a más y más. En contraste con los “pobres de Yahvé” de que nos habla la Biblia, estos serían los “pobres de Satanás”.
Pero lo peor de esta filosofía no son las aspiraciones, realmente insatisfechas, que produce en los que la abrazan, sino las consecuencias demoledoras que tiene para la humanidad. El poder económico ha conseguido que esta filosofía se convierta en el “pensamiento único”, en la ideología que domina el imaginario colectivo de gran parte de la humanidad. En “lo natural”, lo “incuestionable”, un dogma básico en su “ciencia” económica.
Si la ambición insaciable se hace universal, mientras que los bienes para saciarla son forzosamente limitados, el enfrentamiento está servido. Pero no se puede presentar en la sociedad, con su desnuda crueldad, una filosofía que lleva a la guerra de todos contra todos. Hay que cubrirla con un vestido decente. El Mercado y la competencia forman el vestido con que disimulan su deformidad y le dan un aspecto aceptablemente atractivo. Y mejor si se ofrecen en un libro de un autor respetable, Adam Smith, que lleva por título la riqueza de las naciones. No se habla de la riqueza individual, que es lo que realmente le preocupa al capitalista, al hombre unidimensional. Se pone por delante una justificación razonable la riqueza de las naciones, que en el siglo XVIII era bastante escasa y difícilmente llegaba para todos.
Posiblemente el mismo Adam Smith no se dio cuenta del potencial destructivo que tenía su propuesta de confiar al Mercado y a la competencia la ordenación de la vida económica de las naciones. Por un lado atribuye al mercado unos poderes cuasi mágicos. No se trata de un simple mecanismo económico, sino que está dotado de una mano invisible (son las propias palabras de Adam Smith) que, como providencia benévola, es capaz de conducir todas nuestras iniciativas económicas, por muy egoístas y rastreras que sean, al mayor bien de la sociedad. Confiar a una imaginaria mano invisible un papel fundamental en el funcionamiento de la economía de las naciones sólo puede dar lugar a comportamientos claramente irracionales.
Pero lo más grave es la justificación de nuestros comportamientos por muy poco éticos que estos sean. Elimina la responsabilidad moral de los seres humanos, no importa que yo busque mi interés a cualquier precio, la mano invisible del mercado se encarga de transformar esos intereses egoístas en aumento de la riqueza de las naciones. Este papel atribuido al Mercado y a la competencia es uno de los elementos fundamentales que han llevado a la insensibilidad moral instalada en la conciencia de gran parte de la sociedad.
Esta competencia puede mantenerse en el campo económico como lucha entre personas por un puesto de trabajo mejor retribuido, o lucha entre empresas por unos clientes a los que vender sus productos, pero puede llegar a convertirse en una cuestión de interés nacional y entonces hace su presencia el factor militar. Las dos grandes guerras que asolaron Europa y el mundo el pasado siglo fueron enfrentamientos entre potencias capitalistas para defender intereses económicos. Es verdad que en la segunda guerra mundial también intervino la Unión Soviética, pero su participación fue obligada por el inesperado ataque de Alemania. No vale que traten de ocultar este carácter de conflicto entre naciones capitalistas hablando de que fue una guerra en defensa de la democracia y la libertad amenazada por el totalitarismo nazi. El capitalismo utiliza la imagen de la democracia cuando le interesa, pero nunca ha tenido la menor dificultad para convivir y apoyar cualquier dictadura de tipo fascista, si eso favorecía sus intereses. Al capitalismo alemán le vino muy bien el movimiento nazi para atajar el peligro de una revolución socialista. Luego la gran industria alemana apoyó con entusiasmo el rearme alemán y la aventura bélica de Hitler.
Después de Hiroshima una guerra entre grandes potencias sería un suicidio evidente, pero eso no supone que el capitalismo haya renunciado al recurso de la violencia militar cuando le ha convenido. Es difícil conservar en la memoria la cantidad de golpes de estado e invasiones que EE.UU ha propiciado en el último medio siglo. Y actualmente el mundo es un hervidero de conflictos bélicos, que indudablemente tienen componentes étnicos o religiosos, pero que están atizados por los intereses económicos de las grandes potencias capitalistas. Y es que el espíritu capitalista desata un afán competitivo para el que no hay límites éticos ni de ningún otro tipo. Si la obtención del beneficio requiere matar, se mata sin vacilar.
Pero, además, en el capitalismo hallamos otra fuente de violencia. Al hablar del crecimiento de la riqueza de las naciones, lo que se tiene muy poco en cuenta es cómo se distribuye esa riqueza de la nación. En una competencia sin más regulación que la de la mano invisible está muy claro que los más fuertes triunfan inevitablemente. Y su triunfo los hace todavía más fuertes, con lo que cada vez más la riqueza se va acumulando en sus manos muy visibles y reales.
En la época precapitalista la diferencia de riqueza entre unos países y otros se estima en dos o tres veces. Actualmente la renta per cápita anual varía entre los 141.100 dólares de Liechtenstein, los 104.300 de Qatar, los 81.100 de Luxemburgo y los 400 de la República Democrática del Congo. En la lista figuran 35 países por debajo de los 2.000 dólares y 12 por debajo de los mil.
Un informe muy reciente de Intermon Oxfan afirma que “las 85 personas más ricas del mundo tienen más que la mitad de la humanidad más pobre“. La desigualdad “no es ajena a España, donde las 20 mayores fortunas aumentaron su riqueza entre 2013 y 2014 en 15.450 millones de dólares y poseen hoy tanto como el 30 por ciento más pobre de la población del Estado”. El treinta por ciento son aproximadamente 14 millones de personas. Una sencilla operación aritmética nos dice que uno de esos millonarios posee tanto como setecientos mil españoles pobres.
Esas desigualdades tan brutales exigen para mantenerse una enorme represión. Represión mantenida durante tanto tiempo que los pueblos han llegado a interiorizarla, a asumirla, y normalmente no intentan rebelarse contra ella. Pero la enorme desigualdad y la brutal represión bullen ahí en el fondo y en cualquier momento pueden estallar sin control. Por eso el poder represor tiene que mantenerse siempre amenazante sobre los pueblos expoliados.
Ahora bien, sigue siendo verdad la afirmación de un filósofo francés de que el poder, si quiere perdurar, debe pasar de poder represor a poder consentido. Por eso el sistema capitalista requiere una masa suficientemente grande de lo que Margaret Thatcher llamaba consumidores satisfechos que formen la gran base sobre la que se levanten las torres imponentes de las grandes fortunas. Otro elemento básico para que el poder opresor pase a poder consentido es la mentira. Y hoy el poder económico tiene sobrados recursos para extender entre una población aturdida por una avalancha de información y mil reclamos publicitarios, una visión falseada de la realidad.
Ya he mencionado la dificultad de conseguir que un consumidor sea una persona realmente satisfecha. Pero mientras el sistema le pueda mantener saltando de capricho en capricho, tendrá en él un soporte firme para seguir con su insensata acumulación. El problema es que empieza a no haber bastante para todos –y eso que todavía no se ha presentado en toda su crudeza el pavoroso problema del choque con los límites físicos del planeta−. Los grandes beneficios los obtiene hoy el capital con la especulación financiera, y eso no crea ni un átomo de riqueza, es apropiación pura y simple de la riqueza creada por otros. Lo cual empieza a repercutir en las clases medias, sobre todo en algunos países, como España.
La consecuencia es que la base de consumidores satisfechos empieza a resquebrajarse y el sistema capitalista, tal como se da hoy, empieza a ser cuestionado en muy diversos ámbitos. El riesgo está en que se busque la solución en nacionalismos de carácter más o menos fascista. Eso no evitaría, sino que aumentaría el clima de violencia y opresión. Tenemos que ser capaces de imaginar una alternativa −que realmente tiene que ser muy profunda, pues debe partir de otra filosofía, otra antropología, otra idea de los seres humanos, de su felicidad, del mundo en el que vivimos−. Una alternativa al mismo tiempo ilusionante y realista. Conscientes de la crisis histórica por la que atravesamos, imaginar un nuevo salto adelante de la humanidad.