En una sociedad cada vez más plural todos hemos de definir bien nuestra identidad, pero sin miedo a las identidades de otros ni a las diferencias, rechazando únicamente los fundamentalismos y la violencia. El “diferente” cuestiona al “normal”, sus seguridades; pero la “diferencia”, la diversidad, es una riqueza para cualquier sociedad.
Todos necesitamos una identidad bien definida
Somos conscientes de que existimos. Eso es el yo, el núcleo de la identidad. Pero, además, a lo largo de la vida diseñamos continuamente un ego, que consta de unas referencias (aspecto mental: valores, ideas, creencias, cultura…), unas pertenencias (aspecto social: familia, país, asociaciones, amistades…) y unas experiencias vitales (aspecto emocional: amor, rechazo, soledad, autoestima…).
Toda identidad conlleva unos símbolos que hay que saber relativizar y una mirada sobre los demás que no nos da derecho a despreciarlos.
Es patológico vivir sin identidad, reducirla a una sola referencia, pertenencia o experiencia (porque nuestra identidad tiene muchas dimensiones) o vivirla exaltadamente sin respetar otras identidades. Necesitamos raíces, fundamentos, pero no fundamentalismos.
El miedo a “los diferentes” y a “ser diferentes”
Mi identidad, compleja y cambiante, me hace diferente de todos, único; los que veo como diferentes son también únicos en el mundo. La realidad, sin embargo, es que nos cuesta mucho aceptar otras identidades. En un mundo globalizado todos tenemos miedo a ver diluida nuestra identidad, y eso nos produce una gran angustia existencial.
Una identidad cargada de miedo o fanatizada, que percibe su ego agredido, marginado o ignorado y que reduce su ser a una sola dimensión de ese ego, es capaz de matar a quien tiene una identidad diferente. Para justificar el vivir asustado por las identidades de los diferentes y las acciones en contra de ellos sólo se necesita encontrar argumentos; y es fácil encontrarlos.
Diferente, supuestamente, es el que se sale de la norma, el que es anómico. Ahí pueden catalogarse los excluidos por la pobreza, los inmigrantes, los LGTB, las mujeres en una sociedad machista, los discapacitados psíquicos, las prostitutas, los heterodoxos, los que tienen una ideología política o unas creencias distintas… Todos son un peligro para la norma.
Ese miedo al anómico viene de la ignorancia, los prejuicios sociales, el pavor a la libertad o la manipulación desde el poder de las ideas y sentimientos de las personas, que inculcan que no es bueno ser diferente. Lo sensato es que seamos iguales, actuemos igual, pensemos igual, llevemos iguales formas de vida. Resultado: intolerancia y falta de respeto al diferente.
Pero también hay un miedo a ser diferente. La indistinción con los demás parece que da tranquilidad y seguridad sin esfuerzo; en cambio, la aceptación de la diferencia en uno mismo obliga a tener bien definida la propia identidad y a asumir que habrá rechazo por parte de algunos. En el fondo, es como si se tuviera que elegir entre, por un lado, ser normal y, por otro lado, sentirse culpable o aislado por ser diferente, porque la sociedad asume que lo natural es lo que hacen todos y lo antinatural es lo diferente. Son, pues, dos miedos: al diferente y a ser diferentes.
El “diferente” cuestiona al “normal”
Los diferentes y lo diferente cuestionan “mi seguridad de toda la vida”, “lo que siempre ha sido así”, “lo natural”.
La mujer relegada por ser mujer cuestiona las estructuras machistas, desde el mundo laboral hasta el lenguaje y la ética. El inmigrante cuestiona la insolidaridad y la autosatisfacción de la sociedad del bienestar a costa de los países empobrecidos. El insumiso al ejército cuestiona el dogma del militarismo. El homosexual cuestiona la uniformidad social de las orientaciones sexuales y la hipocresía con que viven las propias experiencias y fantasías sexuales los homófobos. El hereje y el heterodoxo cuestionan la inflexibilidad y la seguridad aparente de algunos principios y creencias. El sacerdote casado o con pareja cuestiona el sentido del celibato obligatorio y la intransigencia de una Iglesia dominada por varones célibes. Y, cada uno desde su realidad, cuestiona al normal: la prostituta, el enfermo mental, el preso sin oportunidades de rehabilitación, el niño o niña que mueren por falta de alimento, agua potable o medicamentos porque no es de los nuestros,… y todos los que queramos añadir.
Todos ellos nos interrogan y cuestionan sobre las seguridades de nuestra identidad.
Convivencia en una sociedad plural
Ser diferente, cuando la diferencia no es agresiva ni destructiva, es un capital para la humanidad. La realidad es poliédrica, tiene muchas caras, y su interpretación también lo es. Una sociedad incluyente y democrática no puede señalar con el dedo a los diferentes por ser diferentes, sino que ha de gozarse por la diversidad y la variedad de la vida y de los modos de vivirla.
El miedo y el rechazo al diferente es una inmadurez y una patología. Por el contrario, el deseo de vivir con otros la riqueza de la diversidad humana, la mixofilia, como la llama Zigmunt Bauman, es una señal de madurez social y democrática. No debemos empeñarnos en ser uni-versos (orientados hacia un solo punto), sino pluri-versos (orientados hacia la diversidad).
En todos nosotros hay una tendencia centrípeta que nos empuja a absorber al otro o a prescindir de él si no se deja absorber, pero también hay una tendencia centrífuga que nos facilita abrir nuestro yo y nuestro ego a los demás y respetar la identidad de los otros yo y de los otros ego.
1 comentario
Qué ocurriría si en vez de alabar la igualdad como una verdad hegemónica alabáramos la singularidad de cada uno, pues somos seres únicos necesitados los unos de los otros? No hay mayor injusticia que tratar igual lo que es distinto.
No trabajamos por la igualdad en lo trascendente, sino por la igualdad de lo accesorio, creando un orden artificial sobre lo efímero y buscamos la justicia en el caos. El hombre se deconstruye huyendo de su naturaleza hacia un abismo destructor. El placer domina el sentimiento, el sentimiento domina la razón, la razón domina el ser trascendente. Invertimos el orden, la jerarquía en nuestro ser. Porque rechazamos el orden y la jerarquía para deconstruirnos a nuestra gana.